Volumen 7 - Nº40 - 1997

Revista de Divulgación y Tecnológica de la
Asociación Ciencia Hoy

ENSAYO

La Infancia de la Ciencia

Miguel de Asúa

'Nuestro laboratorio de Quimica Práctica recreativa nos va a
permitir realizaruna considerable cantidad  de curiosos"
Manual de un juego de química, co. 1960


Creo que comencé a pensar en eso sólo después de que Aníbal lo mencionara con tanta convicción. Pero es rigurosamente cierto. Aquellos cuya niñez transcurrió a fines de la década de los cincuenta y cuya primera adolescencia se despertó entre las optimistas convulsiones de los sesenta, crecimos pensando que el futuro sería otra cosa. Nada de asaditos para el año 2000, sino higiénicas píldoras nutritivas; nada de veredas, sino cintas transportadoras; nada de automóviles, sino vehículos voladores unipersonales. Mirando los chalecitos y las recién pavimentadas calles de Villa Sarmiento (Haedo), yo me preguntaba cómo seria eso y a duras penas lograba sofocar mi escepticismo con las ilustraciones de Selecciones escolares que representaban las ciudades del futuro como una miríada de torres que perforaban las nubes, comunicadas por tubos suspendidos en el aire y rodeadas de un enjambre de esos engendros de forma globular y cabina semiesférica transparente que reemplazarían -se afirmaba- al familiar Hudson que guardaba su mole en el garage de casa a al Kayser Carabela del vecino. Buena, no sucedió así y uno tiene derecho a sentirse estafado. Crecimos con la carrera espacial y el boom de la energía atómica (o, por lo menos, con la percepción que de ello podía tener un chico de es tas latitudes tan alejadas del teatro de los hechos). La 'ciencia' era una palabra asociada a la imaginería tecno-espacial-alienígena de las figuritas Mundo futuro, a los atroces muñecos de El capitán Marte y el XL5 o, más tarde, a las versiones en blanco y negro de las producciones televisivas de lrwin Allen -ese Verne de la 'pantalla chica'- como Perdidos en el espacio, El túnel del tiempo o Viaje al fondo del mar. Uno bebía ávidamente de materiales de referencia como el Lo sé toda. de revistas periódicas nacionales como el Billiken; latinoamericanas, como los Libras de oro de estampas de editorial Novara, o de journals más avanzados como Tecnirama, cierta información básica respecto de la estructura atómica de la materia (protones y neutrones eran esferitas iguales pero de distinto color) o de los revolucionarios misterios de la genética, cifrados en los enigmáticos 'genes', cuya elusiva sustancialidad siempre resultaba un problema. En todo caso, la 'ciencia' era una empresa a la que valía la pena consagrar los esfuerzos por venir, algo que presumiblemente podría transformar el rutinario escenario hogareño en el 'Mundo del futuro' que Disneylandia anunciaba los viernes por la tarde, antes de la cena.

Pero ese mundo mágico de rayos mortales, consolas con luces intermitentes que nunca se sabía para que servían, viajes interestelares, 'seres' espaciales, curas milagrosas de las enfermedades, materia teletransportada, robots con silueta de lavarropas glorificado y humanos vestidos con fibras indestructibles de colores primarios, no coincidía con la imagen de la ciencia que recibíamos en la escuela primaria. Por lo menos, el curriculum que yo recuerdo se limitaba a la eterna repetición del rutinario ciclo del agua en la naturaleza, algunas noticias básicas acerca de la anatomía del ser humano, la clasificación de las formas de las hojas y los esquemitas de la polinización, la clase especial del sistema solar (cada miembro del grupo llevaba la lámina con su planeta) y la inevitable germinación (si se hubieran dejado crecer las plantitas resultantes, el territorio nacional estaría a esta altura cubierto de maíz y legumbres).


Pero esto de que tuviéramos que buscar la ciencia por otro lado que a través de los canales educativos oficiales pudo haber contribuido no poco a desarrollar en nuestra generación (y en las que la antecedieron y siguieron) una cierta actitud de ingeniosa explotación de recursos siempre escasos. Uno comenzaba por procurarse un microscopio (en general el 'Microbito' era el primero; después podía, con suerte y un tío generoso, graduarse hacía los modelos japoneses que comenzaban a llegar al país con cuenta-gotas). Los secretos de la materia se descubrían con el juego de química, y era afortunado el que consiguiera el 'Frosiart n0 5, que incluía un balón con soporte universal (de madera), mechero de alcohol y varias 'drogas'. El telescopio era ya un asunto más serio (o quizás me lo parezca a mí, que fracasé tristemente en los intentos de fabricarlo ajustando lentes de anteojos viejos a tubos de celuloide o cartón). El Manual de la UNESCO para la enseñanza de las ciencias era una guía de experimentos físicos no muy confiable, pero la única posible -pude llegar al electroimán, pero el intento de arco voltaico hizo saltar dos veces los tapones de casa y el higrómetro de cabello colocó a mi hermana menor al borde de la calvicie prematura-. Las vacaciones familiares o la módica naturaleza con la que fuimos agraciados los que tuvimos la dicha de gozar de una infancia suburbana proveían material suficiente para las colecciones biológicas que uno almacenaba prolijamente en 'la píecita del fondo' (convertida en ocasional museo-laboratorio), aunque la mayor parte de los especímenes no tuvieran otra identificación que la de sus nombres vulgares y su exhibición padeciera de una falta crónica de público.

Todo ese universo de fantasía galáctica, experimentos caseros más frustrados que exitosos y obsesión de naturalista aficionado terminaba domestícándose -si no extinguiéndose- en las rutinarias materias científicas del secundario. A pesar de que ahora se disponía de textos, de buenos profesores y de laboratorios más o menos equipados, ya nada era igual: el encanto de observar las abejas una perfecta y soleada mañana de sábado se había esfumado para siempre; los marcianos verdes y con antenitas pasaban a ser, a lo sumo, anónima y quizás sólo microcópica 'vida extraterrestre'; el permanganato de potasio, el sulfato de cobre, el nitrato de plata habían perdido sus propiedades taumatúrgicas, reduciéndose a fórmulas que se escribía en el pizarrón sin más trámite. Lo que es peor, toda la maravilla y el asombro habían quedado sometidos a los rigores de la adusta, helada matemática. La 'ciencia' de la inocencia original se había esfumado para siempre-aunque la sombra de su memoria pudo haber bastado para que algunos de nosotros siguiéramos carreras científicas, en un desesperado intento por regresar (como si fuera posible) al paraíso perdido-.


En fin, no pretendo hacer lo que un amigo cuenta que hacen ciertos colegas que, cumplidos los treinta y pico y asegurado ya su concurso de JTP y una medía docena de papers publicados, comienzan a difundir embellecidas versiones de sus 'infancias científicas' (pregunten, pregunten a algún matemático, por ejemplo, y van a escuchar que 'ya de chiquito yo jugaba al ajedrez' o a algún biólogo, y les dirá que 'a los cinco años yo disecaba ranas'). Pero, más allá de las pseudolegendarias historietas personales legitimantes de carreras más frágiles de lo que uno desearla, es cierto que los que andan o anduvimos por estos parajes comenzamos de alguna manera. Y que para los que descubrimos el mundo cuando los humanos llegamos a la Luna, esa manera fue la de una optimista, omnipotente sinfonía de átomos, galaxias y ácido desoxirribonucleico (qué satisfactorio era poder recordar ese nombre entonces extraño...).

Estas dos últimas décadas nos trajeron la revolución informática -que no es poco-, pero nuestros coches siguen teniendo cuatro ruedas, la energía nuclear ya no es panacea sino un problema a discutir y los genes que resultaron ser trocitos de ADN-nos dejaron a Dolly en el umbral del tercer milenio. Bueno, no hay duda de que habrá que seguir esperando un poco más para pasar el fin de semana en las colonias humanas de Marte. Mientras tanto, podemos seguir jugando a hacer experimentos -¿o hacemos otra cosa que jugar?-.

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