El microscopio de efecto túnel
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Cuentan que Demócrito, que vivió en el siglo V a. De C., viajó extensamente por Egipto y Oriente, y que anunció una primitiva teoría atómica de la materia, era un hombre afable, optimista y dado a la risa. Sin embargo, decía que los átomos escaparían para siempre del alcance de los sentidos humanos, aunque, según parece, mudó esta última convicción al alcanzar lo que en Grecia no se llamaba aún la tercera edad, y su discípulo Euxipio atestigua que las últimas palabras que pronunció fueron: "Esforzaos y veréis los átomos". Naturalmente, los átomos de Demócrito eran una fantasía, así como la teoría de los cuatro elementos que, funestamente, fue atacada por la antigüedad, la Edad Media y buena parte de la Edad Moderna. Pero lo indudablemente cierto es que la tentación de ver lo invisible a los ojos (que es lo esencial) como sostendría más tarde El Principito de Saint-Exupery, debió esperar pacientemente hasta el siglo XVII, cuando una legión de microscopistas, puliendo prolijas lentes, alcanzaron a ver microorganismos, vasos capilares y los pelos de las patas de las moscas. El microscopio óptico, cada vez más perfecto y agudo, reinó indiscutido hasta el siglo XX, cuando la mecánica cuántica - al establecer que los electrones tienen también características ondulatorias como la luz - logró un sustancial avance: el microscopio electrónico, que sustituyó la luz por electrones y las lentes ópticas por campos magnéticos. La resolución de un microscopio electrónico es harto mayor que la de su pariente óptico, pero no fue la última palabra en materia de microscopía. En 1950 se inventó el microscopio de ionización de campo, que ya daba una resolución atómica de muestras en forma de punta y que preparó el camino para el microscopio de efecto túnel, también hijo de las novedades cuánticas, recientemente incorporado a los arsenales de la tecnología que trata de cumplir el último mandato de Demócrito. El primer prototipo de microscopio de efecto túnel fue construido por Binnig y Roher, de los laboratorios IBM en Zurich, pero recién en 1981 pudieron resolverse todos los problemas inherentes a su funcionamiento. El microscopio de efecto túnel, como su nombre lo indica, se aprovecha del efecto túnel, uno de los más encantadores (y sorprendentes) resultados de la mecánica cuántica. Para ésta, una partícula como un electrón no está ubicada exactamente en un lugar, sino que puede interpretarse como una onda más o menos extendida: no se le puede atribuir una posición puntual, sino una nube de posiciones en las cuales la partícula podría encontrarse. Semejante ubicuidad permite cosas que hubieran horrorizado a cualquier físico (y seguramente a cualquier partícula) precuántico, por ejemplo, que un electrón pueda - con cierta probabilidad - escapar de un átomo, remontando las poderosas cadenas electromagnéticas que lo amarran a él, como si hubiera practicado un túnel a través de la barrera de potencial que lo tiene confinado. Insidiosa pero deliberadamente, el microscopio de efecto túnel se aprovecha de estas habilidades escapatorias de los electrones. Una sonda (un electrón extremadamente fino) se acerca a una distancia muy corta (unos diez millonésimos de milimetro) de la superficie del metal a observar: entre la punta de la superficie reina el más estricto vacío y una pequeña diferencia de potencial eléctrico. Los electrones de la superficie del metal, debido a su ubicuidad cuántica, pueden, con cierta probabilidad, abandonar los átomos de origen para rendirse a los encantos de la sonda intrusa, cavando un túnel cuántico a través del vacío que los separa de ella, y estableciendo así una "corriente túnel", que la sonda, ni corta ni perezosa, se ocupa de registrar. Ahora, como la intensidad de esa "corriente túnel" depende de la distancia entre la sonda y la superficie, sabiendo una, se sabe la otra, y a medida que la sonda barre la superficie, la intensidad de la "corriente túnel" va informando sobre el relieve y la topografía del metal, y brinda una imagen muy clara de los valles y montañas producidos por la estructura atómica ultrafina de éste. La resolución del microscopio de efecto túnel es espectacular: menos de un décimo del radio promedio de un átomo, y ha permitido obtener mapas muy precisos de superficies de metales o de semiconductores, en los que cada átomo puede distinguirse de su vecino (ayuda inapreciable para las necesidades de la microelectrónica moderna), y ha proporcionado también imágenes atómicas de moléculas de ADN. Tal vez el Principito no lo hubiera creído, pero Demócrito, sin duda alguna, estaría contento.
Leonardo Moledo, en "De las tortugas a las estrellas" |